Cuenta la
leyenda que hace mucho tiempo, en algún lugar, hubo un rey llamado Mierdas, gran aficionado a las artes,
en cuyo reino florecían la música, la poesía, el teatro y vivían
felices los danzantes y los pintores. No había arte
que Mierdas no apreciara, ni espectáculo que no favoreciera con su
presencia y su mecenazgo. Su reino se hizo tan famoso que acudían a
él viajeros de todo el mundo para deleitarse con sus comedias, melodías y monumentos, convirtiéndose así el reino de
Mierdas en una próspera potencia del arte.
Sin embargo,
cada día que pasaba, una frustración corroía el corazón febril del
Rey Mierdas: él, que tan poderoso y rico era, él que tanto admiraba
a actores y autores, ¿por qué no tenía talento para crear fábulas,
melodías o pinturas? Llegó el día en que la frustración del Rey
Mierdas se transformó en envidia y de aquel rencor por lo que nunca
tuv,o nació su determinación de viajar al monte Helicón, raptar a
las Musas y obligarlas a dotarle de todos los dones de la
inspiración.
El Rey Mierdas llegó
al valle de las Musas con su ejército y capturó a las bellas diosas
que, desprevenidas, se bañaban en el río, indefensas. Cuando le preguntaron qué quería de ellas y qué tenían
que hacer para que les devolviera la libertad, Mierdas exclamó:
–¡Quiero ser
actor, escritor, autor, payaso, músico, cantante, poeta, director,
pintor, artista!
Las Musas le
concedieron lo que pedía y escaparon corriendo rápidamente: su
mediocridad y su ambición eran tan excesivas como
insultantes para seres elevados como ellas. En la ladera del monte Helicón se reunieron,
con el aliento entrecortado por la huida. En cuanto recobraron la
respiración, rompieron a reír al darse cuenta de que, sin pensarlo, le habían hecho un regalo envenenado al Rey Mierdas.
Mientras tanto,
éste, ufano y henchido de gozo, volvió a su reino y, uno por uno,
visitó todos los ensayos teatrales y en todas las obras se otorgó
el papel de actor principal y director. Fue también a todos los estudios de
los pintores y en todos los cuadros participó arruinándolos con sus
toscos brochazos. Prohibió que se cantara en público como no fuera él la voz cantante y los demás, si los hubiera, coristas. Hizo llevar a palacio todos los libros y en ellos intervino
añadiendo personajes, sucesos y frases de su propia cosecha,
obligando a enmendarlos (por no decir enmierdarlos) en todos sus
ejemplares.
Sus súbditos,
obligados por su condición, festejaban las interpretaciones
histriónicas, ocurrencias sonrojantes y chillidos porcinos, pero los
extranjeros, invariablemente y sin excepción, se horrorizaban donde
antes se deleitaran, ya que
todo lo que el Rey Mierdas tocaba con sus dedos de artista diletante y advenedizo se convertía en
excrementos, engendros, abortos, aburrimientos y fracasos. Los
aficionados extranjeros huyeron en desbandada y los súbditos
prefirieron enrolarse en galeras, penetrar en minas o arrancarse ojos
y oídos y vagar errantes por los caminos antes que presenciar las
mamarrachadas garabateadas, protagonizadas, escritas y dirigidas por Mierdas.
Un día,
indignado, abandonado por el público y humillado, el Rey Mierdas
apareció por sorpresa en el monte de las Musas y les espetó:
- ¿Por qué me
engañasteis?
Ellas, muy tranquilas, le
contestaron que había pedido ser actor, escritor y un montón de cosas
más y así se lo habían concedido. Pero, dado que él no había
nacido con talento ni se había esforzado por aprender las técnicas del arte, sino que solamente había aprovechado su condición de
poderoso para infiltrarse en las actividades de los artistas, había
conseguido exactamente lo que se proponía: ser artista, sí, pero
tan mediocre como se podía esperar, pues le faltaban el trabajo, el esfuerzo, la constancia y la humildad necesarias para poder convertirse en un buen creador.
La ira del Rey
Mierdas estalló con tal furia que, de no haber escapado de nuevo, las Musas habrían sucumbido ante aquella fiera de
alma mediocre pero muy dañinas intenciones. Afortunadamente para las
artes, las Musas sobrevivieron pero, desafortunadamente
para sus súbditos, el Rey Mierdas volvió a su reino e, incapaz de
aprender nada ni de superar su orgullo, se obcecó y continuó
actuando, cantando, escribiendo, pintando hasta el fin de sus días,
siempre invadiendo el trabajo de los verdaderos artistas y, sin
excepción alguna, abusando de su poder, convirtiendo todo lo que tocaba en un insoportable
aborto artístico.
De ahí que sus obras adoptaran el nombre de mierdas y por extensión acabaran denominando a los excrementos humanos, como si de tal materia toda la mente y el cuerpo del Rey Mierdas estuvieran hechos. Y así será recordado su nombre por los siglos venideros.
De ahí que sus obras adoptaran el nombre de mierdas y por extensión acabaran denominando a los excrementos humanos, como si de tal materia toda la mente y el cuerpo del Rey Mierdas estuvieran hechos. Y así será recordado su nombre por los siglos venideros.
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